miércoles, 9 de julio de 2008

A RENGO, CON PASAJE DE IDA Y VUELTA

Una o dos veces al mes, vuelvo a ser hijo. Tomo mis bolsos y los subo a un bus que tiene a Rengo como destino.

El viaje es corto, aunque a veces resulta largo en invierno, cuando la calefacción te llega a ahogar y te impide leer, charlar de buena gana e incluso dormir. Es, en general, un mal servicio, aunque muy económico.

La razón que me separa de Rengo no es el dinero ni el tiempo de viaje ni mucho menos las ganas de ver a mi familia, sino que cada viaje resulta incompatible con los estudios.
Son dos días completos dedicados al regaloneo y comer cuanta cosa rica se encuentra en los marcos de mi imaginación. Son días en que todo lo que quiero lo consigo. O bueno, casi todo.

La última vez llegué de sorpresa. Mi mamá de un salto se paró a saludarme, dejando de lado la teleserie y la estufa a la que se encontraba casi pegada. Feliz de verme, me ofreció una rica once y me preguntó qué prefería comer al día siguiente. “Caldito” le respondí.

La tarde del sábado estuvo centrada en las sopaipillas -secas y pasadas- que nos hicieron. La once fue cálida y contundente. Mi mamá guardó con tal que cada hijo tuviera para tomar una o dos buenas onces al volver a las respectivas casas.

El domingo es el día en que toda la familia se reúne. Abuela, hijos y nietos comparten el cariño de años y la sensación de que no hay nada como una familia que, a pesar de todo, sigue unida y sigue creciendo.

Cada viaje, además, resulta ser la oportunidad para encontrarme con mi amigos del colegio, el curso y de afuera, todos repartidos en distintos puntos del país. Cada viaje implica una tarde juntos, una noche de buen carrete o largas caminatas.

La casa de Salvador, Ety o la Profe Estela son visitas seguras. La nueva casa de la Leta es el nuevo centro de eventos y la Plaza un punto de encuentro.

La Avenida Bisquert es lejos el lugar más significativo para mí y mi grupo de amigos. Es donde años atrás pasábamos largas tardes tomando helados, conversando y sintiendo que el tiempo era de nosotros y que no había nada que pudiera privarnos de ese espacio. Es una calle ancha y rodeada por inmensos árboles que impiden mirar al cielo. El sol cae disgregado sobre Bisquert, a través de pequeños haces de luz que te hacen sentir que nadie puede estar en un lugar más bello.

Cada viaje es la oportunidad de recuperar el tiempo perdido en el lugar que nos hicimos personas. Es la oportunidad de sentir que hay alguien que te extraña y que tiene mucho que contarte, que necesita estar al menos un par de minutos al frente tuyo, o si se puede, compartiendo sonrisas en medio de una rica once, unos tragos o en el recorrido a través de una calle llena de hojas, oliente a parafina y leña en combustión.

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