lunes, 14 de julio de 2008

El Quitapenas:

MUCHO MÁS QUE UNA PICÁ


Cada ciudad o pueblo tiene su cementerio, así como cada cual tiene su Quitapenas. Platos, tragos e historias rodean a estos puntos de encuentro y tradición. Santiago no se queda afuera.

Pablo Cádiz Pozo


La avenida Recoleta comienza a llenarse de flores al acercarse al Cementerio General. Miles son las personas que diariamente visitan este extenso lugar, fundado en 1821, que cuenta con más de dos millones de tumbas. Víctor Jara, Violeta Parra, Eduardo Frei Montalva y tantos otros, forman parte de esas amplias extensiones de recuerdos y nostalgia. Ahí, afuerita, se encuentra el centenario restaurante “El Quitapenas”.

Tan sólo una calle y una mampara separan al cementerio de este centro de tradiciones y recuerdos. Fotografías del Santiago de los años veinte, cuadros de los cuarenta, y fotografías del Colo Colo –fundado aquí, en 1925, por David Arellano- acompañan las diez mesas abarrotadas de gente ansiosa por su plato.

Manuel almuerza junto a su jefe y un compañero de trabajo. Aprovecha de comer pebre mientras espera una suculenta cazuela de vacuno. Antiguamente, “Uno venía al cementerio y típico que paraba aquí pa’ pasar las penas. Mis tíos, mis abuelos, todos pasaban, pero ahora está más cambiado. Ya no es como antes, cuando gente famosa venía para acá”, recuerda mientras saborea.

Pepe está a punto de cumplir diez años quitando penas. Su rostro denota alegría, su voz, timidez. Es el creador de dos obras de culto: Que en paz descanse y El que paró la chala. La primera es una vaina a base de licor de café, con huevo, un poquito de cacao, coñac y azúcar; la segunda se la reserva, aunque recomienda no tomarla dos veces: “Es una bomba”.

“Todos los días vienen a dejar fina’ítos, de ahí pasan para acá. En todos los cementerios hay un Quitapenas, por el hecho que muchos salen a pasar la pena y otros a alegrarse. Nosotros los atendemos lo mejor que se puede, les buscamos alguna bromita por ahí, pero que les caiga bien”, comenta Manuel, otro de los garzones del local, mientras Alex, de profesión transportista, considera que éste es “un lugar acogedor, que tiene buenos precios, de acuerdo a lo que uno gana”.

Rosa y Zoila llevan varias horas conversando. Lentamente llevan a sus bocas las papitas fritas y la carne que abunda en sus platos. Para pasarlas, toman un sorbito de pilsener helada. Se conocieron hace más de cuarenta años, cuando Zoila llegó con su marido al sector 5 de la Villa O’ Higgins. Desde ese momento comparten largas horas juntas, unas en casa, junto al tejido y la telenovela, otras “dándose una vuelta por ahí”.

Esta salida, sin embargo, no es por placer. El pasado domingo, una de sus vecinas perdió la vida a causa de los celos de su marido. Dos apuñaladas estremecieron a toda una población que en conjunto acudió al Cementerio a decirle adiós. “¡Imagínese cómo nos sentimos nosotras como vecinas! Acá hemos estado toda la tarde dándole vueltas al asunto”, comenta Rosa.

“Cuando nos invade la pena, partimos para acá. Uno viene y olvida un poco todo lo que pasó allí dentro. Cuando uno viene a dejar a sus seres queridos o viene a visitarlos sale con pena. La pena nunca se termina”, agrega Zoila.
Rosa conoció El Quitapenas cuando tenía nueve años. Se había muerto la suegra de la empleada de su abuelo. El viudo los invitó a todos a tomar once al restaurante, en los tiempos que el piso era de tierra, el techo de vigas y la música una mezcla entre arpas, guitarras y agudas tonadas. De ahí que cada vez que visita el cementerio se sienta en una de estas mesas a, por lo menos, tomarse una bebida.













Que en bar descanses

El 1 y 2 de noviembre, miles de personas acuden al cementerio. En el día de todos los santos y muertos, ni las flores, ni el metro y mucho menos las sillas de El Quitapenas son suficientes. “Es una locura. Esa es la navidad del El Quitapenas: llega muchísima gente, incluso de fuera de Santiago, familiares que se encuentran acá, antes o después de visitar a sus muertos. Ese día no hay ofertas especiales, con suerte un asiento en el aire”, comenta María, la esposa de Don Miguel.

Miguel es el tercer dueño de El Quitapenas. Lo adquirió hace unos veinte años en un remate que se hizo con todos los bienes del anterior dueño, don Emilio Burroni, luego de su muerte. El primero, fue un señor de apellido Degellini, quien fundó el primer local, ubicado un par de cuadras más hacia el sur.

De ese antiguo recinto, fundado hace cien años, tan sólo queda el recuerdo del mito de “La Lolita”, una chica que frecuentaba el local en las noches. Pálida y descubierta, inspiraba compasión en los hombres que sin dudar le pasaban su chaqueta. Al día siguiente, la prenda aparecía colgada en una de las tumbas del Cementerio General.

Este año El Quitapenas fue uno de los tantas picás que recibieron un reconocimiento por su aporte cultural gastronómico. Reunidos en “El Hoyo”, en Estación Central, Miguel y tantos otros recibieron el reconocimiento que ahora observo en la pared.

Sin embargo, Miguel se ve preocupado. Es cuarto día que vengo, y la clientela ha disminuido considerablemente. Parece ser de esos hombres que ante los problemas muestran toda su rudeza, aparentando que las cosas andan bien y que no hay nada que pudiere afectarle.

En la mesa tres, un garzón mira fijamente la tele; en la cuatro una niña- la nieta seguramente- espera que la vengan a buscar. En la seis, dos hombres comparten un vino y en la siete estoy yo, observando.

La noche cae y la bruma comienza a mezclarse con el smog. Las flores desaparecieron, la gente abandona el cementerio con rumbo a casa. A falta de micros vacías, sobran las caras mirando a través de buses piratas, ofreciendo un viaje corto, económico y sin bip!.

Miguel deja su paila con huevo revuelto y le dice a los dos cocineros que quedan que ya es hora de cerrar. En cosa de segundos, comienzo a cruzar la calle hacia el acceso al metro Cementerios, mientras los veo bajar la cortina con la esperanza de un nuevo día, mucho mejor que el de hoy.



miércoles, 9 de julio de 2008

A RENGO, CON PASAJE DE IDA Y VUELTA

Una o dos veces al mes, vuelvo a ser hijo. Tomo mis bolsos y los subo a un bus que tiene a Rengo como destino.

El viaje es corto, aunque a veces resulta largo en invierno, cuando la calefacción te llega a ahogar y te impide leer, charlar de buena gana e incluso dormir. Es, en general, un mal servicio, aunque muy económico.

La razón que me separa de Rengo no es el dinero ni el tiempo de viaje ni mucho menos las ganas de ver a mi familia, sino que cada viaje resulta incompatible con los estudios.
Son dos días completos dedicados al regaloneo y comer cuanta cosa rica se encuentra en los marcos de mi imaginación. Son días en que todo lo que quiero lo consigo. O bueno, casi todo.

La última vez llegué de sorpresa. Mi mamá de un salto se paró a saludarme, dejando de lado la teleserie y la estufa a la que se encontraba casi pegada. Feliz de verme, me ofreció una rica once y me preguntó qué prefería comer al día siguiente. “Caldito” le respondí.

La tarde del sábado estuvo centrada en las sopaipillas -secas y pasadas- que nos hicieron. La once fue cálida y contundente. Mi mamá guardó con tal que cada hijo tuviera para tomar una o dos buenas onces al volver a las respectivas casas.

El domingo es el día en que toda la familia se reúne. Abuela, hijos y nietos comparten el cariño de años y la sensación de que no hay nada como una familia que, a pesar de todo, sigue unida y sigue creciendo.

Cada viaje, además, resulta ser la oportunidad para encontrarme con mi amigos del colegio, el curso y de afuera, todos repartidos en distintos puntos del país. Cada viaje implica una tarde juntos, una noche de buen carrete o largas caminatas.

La casa de Salvador, Ety o la Profe Estela son visitas seguras. La nueva casa de la Leta es el nuevo centro de eventos y la Plaza un punto de encuentro.

La Avenida Bisquert es lejos el lugar más significativo para mí y mi grupo de amigos. Es donde años atrás pasábamos largas tardes tomando helados, conversando y sintiendo que el tiempo era de nosotros y que no había nada que pudiera privarnos de ese espacio. Es una calle ancha y rodeada por inmensos árboles que impiden mirar al cielo. El sol cae disgregado sobre Bisquert, a través de pequeños haces de luz que te hacen sentir que nadie puede estar en un lugar más bello.

Cada viaje es la oportunidad de recuperar el tiempo perdido en el lugar que nos hicimos personas. Es la oportunidad de sentir que hay alguien que te extraña y que tiene mucho que contarte, que necesita estar al menos un par de minutos al frente tuyo, o si se puede, compartiendo sonrisas en medio de una rica once, unos tragos o en el recorrido a través de una calle llena de hojas, oliente a parafina y leña en combustión.

jueves, 3 de julio de 2008

UN PLAN MOJADO


El tiempo pasaba y los papitos no llegaban. Ellos conversaban y el niño aguantaba hasta no poder más. Poco a poco su pantalón comenzó a sentirse húmedo, pero calentito. Nadie podía enterarse.




Invierno de 1995. Las nubes se desplazaban hacia el norte y el niño las observaba buscando elefantes o perritos en medio de un viaje largo y aburrido. El papá manejaba silencioso y muy concentrado en las maniobras necesarias para conducir el pequeño Austin mini. La madre y la hermana, silenciosas también, se miraban por la ventana.

Estaban recorriendo “las siete casitas” como solían llamarles. Partían por la casa de la Mamita Hilda y el Tata Lucho, en Puentealta, una pequeña localidad al sur de Quinta de Tilcoco (VI Región), donde el papá curaba las heridas de su papá, y los niños corrían por los amplios campos, jugando en el tractor o acariciando a la Guinda y al Lucero, los equinos de la familia. La madre, en tanto, compartía con su suegra.

Se despidieron con un beso al tata y un “cogotito” (particular forma de entregar afecto) a la abuela. Partieron hacia las otras “seis casitas”

Una o una se fueron deteniendo en las casas de las señoras que le colaboraban a la madre en su labor de Consejera Avon. La Rudita y tantas otras fueron entregándole sus pedidos y el dinero de la campaña anterior. La niña esperaba aburrida. El niño gozaba de su nuevo juguete.

Recorrieron Quinta de Tilcoco, bordearon el Cerro El Manzano y pasaron por los frondosos árboles de Apalta. La casa de la Mama Nina se acercaba y el niño no quería bajarse: algo o alguien le decía –como una suerte de ángel malo- que no lo hiciera. Su juguete era nuevo, y como toda pieza de no más de mil pesos, corría el serio peligro de ser estropeado por 10 pequeños primos ansiosos de conocerlo, todos al mismo tiempo.

No había duda. Tenía que inventar alguna razón para quedarse en el auto. Mientras pensaba, su organismo los puso en aprietos. Le dieron ganas de ir al baño, en medio del largo camino.

Pudoroso, no quiso bajar y hacer a la orilla del auto. Prefirió callar y aguantar. El auto avanzaba a la típica velocidad de su padre, nunca superior a los 70 Km/H.

En medio de la espera, el cuerpo le pasó la cuenta al niño. Poco a poco, su pantalón comenzó humedecerse cálidamente. Faltaba muy poco, pero demasiado para su esfínter.

Ya se había meado, y no había mucho que hacer, salvo impedir que sus tíos y primos se enteraran. Tomó su mochila de las Tortugas Ninjas y se la puso sobre la zona afectada. Ese era su plan.

El auto se detuvo y la Mamá Nina y su prima Camila, salieron a recibirlos.

-Mijito, ¿Por qué no se baja?
-Me duele la guata, Nina.

La visita, entonces, fue más corta de lo que esperaba. El papá, la mamá y la hermana pasaron al baño y aprovecharon de saludar con besos y abrazos. El niño, en tanto, se despidió sumido en su dolor, su dolor de vergüenza.

Llegaron a la casa, ubicada al costado de la Escuela de Lo de Lobos. Estacionaron el Autin mini y bajaron.

-Pablo, ¿Por qué no bajas?
-No quiero, mamá

Ya no había anda más que hacer. Abrió la puerta y salió cubriéndose con la mochila. Lentamente, la quitó de sí, y, más ruborizado que nunca, le dio la cara a sus padres.

AFRO, ¡ERES UNA MALDITA COMPRADORA COMPULSIVA!




Afrodita Cassanova es, como deben suponer, una persona bastante particular, partiendo por su nombre. Fuimos compañeros de curso desde sexto básico, aunque empecé a conocerla el día en que me mostró su maldad. Abiertamente.

De ahí que somos parte de una “amistad fraternal”, que recordamos cada vez que vestimos el polerón café con rayas rojas y amarillas que ambos tenemos, o cuando pensamos o nos referimos al sexo opuesto.

Afro sabe todo o casi todo de mi, así como yo sé casi o todo de ella. Yo soy un tacaño y ella es una compradora compulsiva, como casi todas las mujeres.

No hay nada más horrible que caminar con ella por el Bio Bio o por cualquier lugar donde se transen productos y servicios; todo lo quiere, todo lo prueba, y, si puede, todo lo compra.

El persa Bio Bio es un lugar de amplia extensión, y que está ubicado en la Comuna de Santiago. Al igual que en Patronato, hay mucha ropa y accesorios principalmente dedicados al público femenino. La tía de Afro tiene un puesto de comida, y ella de repente la ayuda a captar clientes. Por cada jornada, recibe unas cuantas lucas que gasta a penas las recibe.

“¿Canto cuesta este?”, “¿Cuándo te llega el Dolce & Gabanna?”. “¡Qué lindo el brillito!”. Lejos la tortura más grande es caminar con ella a través de los pasillos de una galería, centro comercial, o el comercio ambulante, independiente de donde se encuentre.

Su dinero no puede estar más de un día en su billetera, la cual de vez en cuando pierde o se la roban. El asunto es que su dinero no puede estancarse, debe circular a como de lugar.

Durante un buen tiempo trabajamos juntos animando cumpleaños y eventos infantiles, vestidos de lindos trajes de colores extravagantes. Por cada jornada ganábamos en promedio 7 mil pesos, lo que en un par de semanas se convirtió en una suma no muy despreciable.

Durante ese tiempo, Afro cambió su look más de tres veces, compró ropa y muchas chucherías. Yo, la guardé en mi cuenta a la espera de tiempos de escasez. A los pocos días me llamó para pedirme si le podía prestar plata: las mechas o no se qué cosa que se había hecho –por las que pagó el equivalente a 3 eventos- se le habían desteñido, su pelo lucía horrible y no le quedaba dinero suficiente para solventarlo. Le tuve que prestar 10 mil pesos.

Yo tenía 120 mil pesos en mi cuenta, mientras ella tenía 10 mil en contra.

Hasta el día de hoy me jura que me va a pagar, pero tengo la certeza que entre pagar sus deudas y gastar el dinero en cualquier otra cosa optará por lo segundo, tal como el resto de las mujeres chilenas que cada vez que van a pagar la cuenta se llevan un par de botas, una chaqueta o la oferta de último minuto, casi a modo de souvenir. Total, el tiempo pasa y las cuotas ni se sienten.